Lo llamaban Dios.
Por su gracia sobre la bicicleta, por su talento divino, por su mirada celestial. Frank Vandenbroucke lo tenía todo y, a finales de los noventa, corría a una velocidad deslumbrante y vivía aún más rápido.
El belga ganó muchas prestigiosas carreras, como la Lieja-Bastoña-Lieja y la París-Niza, cautivando a una generación de aficionados al ciclismo. Fuera de la bicicleta, solo tenía un enemigo: él mismo.
Su ascenso a la cumbre coincidió con una era de dopaje desenfrenado y Vandenbroucke fue uno de los descarriados. Era habitual que se peleara con los mánager de sus equipos y sus noches de fiesta estaban regadas de pastillas para dormir y alcohol. Un escándalo de dopaje le provocó una larga caída en desgracia, con sus adicciones, accidentes automovilísticos, apariciones en tribunales, problemas maritales e intentos de suicidio. Puntualmente, dejaba destellos de su calidad sobre la bicicleta. Tuvo una vida de telenovela y su prematura muerte conmocionó a muchos.