Afganistán, 1990. El régimen prosoviético de Najibullah daba sus últimos estertores ante la inminente victoria de los muyahidines. El país, sin saberlo, estaba abocado a una guerra civil fratricida que acabaría desembocando en uno de los regímenes más brutales de la historia moderna, el de los talibanes. En ese escenario caótico, un joven fisioterapeuta italiano, de nombre Alberto Cairo, aterrizaba en el aeropuerto internacional de Kabul. Un romántico más. Un ingenuo que, pensaron algunos, acabaría huyendo como todos los demás.
Han pasado 28 años desde entonces y aquel idealista italiano continúa al frente de la misión de Cruz Roja en Afganistán. Muyahidines, talibanes, la invasión por parte de los norteamericanos en octubre de 2001, la llegada de la democracia, el reciente desembarco de Estado Islámico... Casi tres décadas y el hospital dirigido por Cairo no ha cerrado un solo día.
Afganistán es, junto a Camboya, Colombia y la frontera entre las dos Coreas, el lugar del mundo con más minas antipersona. Son cientos de miles las vidas cercenadas por su culpa. Seres humanos convertidos en pedazos de sí mismos, sin esperanza, sin dignidad, sin futuro y sin ilusión. Pero Cairo consiguió cambiar todo eso. Decidió apostar por los desheredados de la sociedad afgana. Convirtió un ejército de tullidos en el orgullo de una nación ya de por sí orgullosa. Los moldeó para que recuperaran la dignidad y enarbolaran la bandera de la esperanza.
