El niño que forma en su imaginación un amigo con el que compartir sus juegos no es muy diferente del lector que se deja arrastrar y seducir, leyendo una novela, por la personalidad de los personajes: llega incluso a conocerlos, a amarlos o detestarlos tan bien o mejor que a muchos de los seres con los que comparte esa vida real suya que a menudo tiene tan poco de juego. Y a esta ficción le entrega su vida durante el tiempo que lee y, a veces, con libros excepcionales, para el resto de sus días.
En ambos casos, en el del niño imaginativo y en el del lector o la lectora adultos, lo interesante es el mundo creado, nuevo, donde las cosas transcurren conforme a leyes adecuadas (nadie menos anárquico que un niño cuando juega, nadie más exigente ni generoso que un buen lector). Esa armonía del niño con su fantasma, del lector con sus personajes, es una anticipación del paraíso, paraíso en sí mismo. "Huerto cerrado" lo llamaron los clásicos. Nuestro poeta fue más lejos: "yo no digo mi canción sino a quien conmigo va".
Un buen día el niño despierta de su juego, y al lector se le acaba el libro. Mira a su alrededor el niño, el lector echa la vista atrás. Uno se dice, "je est un autre", y tú y yo, tal vez, "éramos otros". No lo decimos con pesar, bien al contrario; "queda tanto por decir o dicho a medias, que algo diremos cuando estemos muertos, así lo veo yo también: cuando nos hayamos ido, la vida seguirá hablando por nosotros". Ese jugar, ese leer, son parte de una alegría inagotable.
